METAMORFOSIS

Por Alejo Quintero.

Mientras Manuel se preparaba para la cirugía pensaba en todas las cosas que podrían cambiar en su vida. No iba a ser una metamorfosis como la de Gregorio Samsa, así que no despertaría una mañana cualquiera para encontrarse convertido en un monstruoso insecto. Era cierto que internamente seguiría siendo la misma persona pero, definitivamente dejar de usar las gafas era algo que, incluso en el sentido exacto de la expresión, le permitiría ver la vida de una manera diferente.

Tal vez fue gracias a estar inmerso en cavilaciones de ese estilo que no se dio cuenta cuando la enfermera castigo una de sus nalgas con una inyección ni tuvo absoluta conciencia de cómo fue que entró a la sala de cirugía. Una vocecita amable lo volvió a la realidad mientras la silla en la que estaba sentado se reclinaba y una mano suave le entregaba una pelotita antiestrés: ‘Relajadito y tranquilo que esto no se demora nada.’


Manuel usaba gafas desde los 4 años cuando por culpa de una ambliopía inocultable le descubrieron un defecto visual con nombre de insulto: ‘Astigmatismo hipermetrópico compuesto’. Jamás aceptó utilizar lentes de contacto, porque siempre pensó que era muy alto costo de incomodidad que se debía pagar por la vanidad, y alguna vez que le pregunté sobre la posibilidad de una cirugía me explicó que no solo sentía miedo por el riesgo propio de la intervención sino que se imaginaba ‘mutilado’ sin sus indispensables gafas. Desconozco con certeza las razones para su cambio de opinión pero estoy seguro que están relacionadas con la confianza que le ofrece todo lo que tiene que ver con tecnología.


Vendaron su ojo izquierdo y la vocecita amable empezó a narrar detalladamente cada una de las acciones que ocurrían en torno a su ojo derecho. Manuel quiso abstraerse y fijó su mirada en una lucecita del fondo que debía ser el emisor de láser pero que no podía identificar con claridad. ‘La mejor manera de prevenir la angustia es hacer que la mente como que se aparte del cuerpo, así como cuando te ataca la nostalgia’, me dijo. Entonces se perdió en elucubraciones de él mismo haciendo cosas que definitivamente se disfrutan mejor cuando no se usan gafas. Se imaginó en una playa, maravillado con la inmensidad del mar; se imaginó disputando un partido de fútbol con sus amigos sin las malditas palabras del árbitro: ‘usted, el de las gafas, se las quita antes de entrar a la cancha’; se imaginó extasiado en los placeres del amor con su adorada mujercita, recorriendo con la vista cada centímetro de su cuerpo (el de ella por supuesto), sacando el máximo provecho de su visión 20/20. Y de pronto, en un instante indeterminado cuando los pensamientos se hacían más interesantes, un contundente olor a chicharrón lo volvió a la realidad. El láser acababa de actuar sobre el tejido de su córnea. Ahora veía con nitidez al emisor de láser que había obrado el milagro y que además había infestado la sala de cirugía con ese inconfundible aroma culinario.

La experiencia con el segundo ojo fue similar y al final la dulce voz que lo acompañó todo el tiempo lo felicitó: ‘Has sido un paciente muy juicioso, ganaste el concurso de congelados’. El sonrió y concluyó con un juego de palabras: ‘es sólo asumir el rol y ser paciente’.

Cuando hablé con Manuel se encontraba en una especie de crisálida que su madre había adaptado, un cuarto de tinieblas absolutas donde al lado de la cama había una lámpara de luz muy tenue que permanecía apagada, un radio con reproductor de CD y cuatro cajas con sendos audiolibros cada uno compuesto por 3 discos, porque como bien dijo: ‘lo único capaz de librarme del aburrimiento de mis momentos de soledad, que parecen eternos, es leer, así sea con los oídos.’ Y allí desde su crisálida me narró su experiencia y me pidió que escribiera algo sobre eso. Tuve que esperar a que viéramos mejor para hacerlo.

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