VOCACIÓN.

By Alejo Quintero

Fue una tarde de noviembre, observándome en los ojos de Doña Leticia Martínez, que accidentalmente encontré mi vocación. Ella hablaba de lo triste que estaba en su matrimonio, de la falta de atención y las infidelidades de su esposo, del desinterés de sus hijos y de otras desdichas típicas de las casadas inconformes. Yo mantenía un atento silencio y la miraba y acariciaba sus manos como queriéndole dar consuelo. Mi mente a veces se alejaba de ese café del centro histórico, donde nos habíamos encontrado tres veces en la última semana, pero regresaba siempre oportuna para permitirme decir dos o tres frasecitas de cajón que la hacían sentir importante y tranquila. Una de esas frases le movió algo que tal vez llevaba mucho tiempo inmóvil en su alma y le pintó en la cara una sonrisita como de niña mimada que jamás imaginé en una mujer de su condición y que me conmovió a tal punto que no tuve más opción que besarla.

Ella entregó en ese beso tanta pasión que me hizo sentir que yo apenas estaba aprendiendo a besar. Perdí la cuenta de los besos que nos dimos esa noche, perdí la noción del tiempo y el espacio, perdí la cordura y creo que hasta por algunos instantes perdí el sentido. Fue el mejor polvo de mi vida.

Leticia (porque después de eso me pidió que jamás le volviera a decir ‘Doña’) me llamaba casi todos los días y buscaba cualquier pretexto para que nos viéramos. Me esperaba a la salida de la universidad, me invitaba a almorzar un día cualquiera, me acercaba a los sitios de rumba, me daba plata para gastar y al otro día iba a buscarme a la casa de cualquier amigo, me cuidaba el guayabo y me hacía el amor hasta que se me olvidaba el nombre de la niñita que me había gozado la noche anterior. Pero no siempre era así, en algunas ocasiones se comportaba tan maternal que hasta me daba miedo intentar besarla y en otras mostraba tanto desinterés que yo me sentía saliendo con mi tía la que casi nunca veo. Una vez le dije que con esas actitudes tan raras era muy difícil enamorarse y ella se rió tan estruendosamente que me hizo sentir como un pendejo. Después me hizo el amor toda la tarde, su fórmula predilecta para producirme amnesia.

Poco a poco se fue olvidando de sus amarguras conyugales y empezó a reunirse con antiguas amigas que, gracias a sus deberes de esposa, había dejado de frecuentar. Un sábado por la tarde me llevó a la casa de una de ellas, Marina Morales, ‘una vieja casi tan encantadora como yo’ me dijo. No recuerdo muy bien los hechos pero Leticia manipuló la situación de tal manera que yo resulté viviendo una tarde de desenfreno con Doña Marina, aprovechando que su marido estaba de viaje. Poco me importó realmente porque el primer beso de Marina (también tuve que quitarle el Doña) fue casi tan inolvidable como el de Leticia.

A partir de entonces Leticia y yo fuimos mucho mas que amantes, fuimos cómplices y socios, por llamarlo de alguna manera. El placer era nuestra única razón de vivir y nuestra misión, bastante altruista, la reconciliación consigo mismas de esposas acongojadas. La parte que no recuerdo muy bien fue en que momento de la historia me empezaron a llamar ‘El Consolador’.

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