AMOR PLATÓNICO

por Alejo Quintero

Esa mañana desperté con la amarga sensación de tener que enfrentarme a uno de esos días a los que no me gusta enfrentarme, esa mañana sentí que había llegado el momento inevitable. Había logrado aplazar este infranqueable designio varias veces, pero no solo las excusas se habían agotado sino que los plazos también. La maldición había llegado sin mostrar compasión por mi pobre alma: Había llegado el día de ir a hacer fila en una oficina de servicio al cliente.

Pensé que mi mejor arma para enfrentar el tedio y mi mejor escudo para defenderme del estrés de tantos desgraciados que harían fila conmigo, era un libro. A pesar de lo indigno que me pareció convertir un navío de la imaginación en una ridícula arma de defensa urbana (yo y mi ridícula moral), me equipé con la edición de bolsillo de un libro de poemas.

La estrategia funcionó. Mientras algunos de mis colegas de desventura renegaban porque el servicio acá siempre ha sido malo y uno ya sabe que estas diligencias son para perder la mañana completa; otros guardaban un silencio absoluto como para mostrarse más condescendientes, pero aún así no podían evitar que en sus caras se fuera dibujando la desesperanza y el hastío. Y en medio de ese infierno yo, iluso, conseguía por instantes escapar a lugares remotos de paisajes fantásticos o recorrer letra por letra el cuerpo de aquella amante que siempre he querido tener.

Pero justo allí, en medio de ese patíbulo posmoderno, una voz suave y dulce pero también firme y convencida, atravesó el espacio y convirtió el lugar en una especie de paraíso fugaz: “Siguiente por favor”.

Durante 17 turnos, reportados vilmente por sendos chillidos de un tablero electrónico, rogué para que la omnipotente vocecita me llamara ‘siguiente’. Ya no pude continuar mi lectura pero tampoco me afectó el estrés al que tanto le temía. Mi ansiedad crecía con cada segundo y mi cabeza jugaba a hacer cálculos de probabilidad añorando convertirme en ‘siguiente’. Y así fue.

Caminé tratando de disimular el pánico que me producía conocer a la dueña de esa voz capaz de convertir en música hasta la palabra más insignificante. La ilusión no me impidió sentir la ira de algunos de los que permanecían en la fila porque uno aquí perdiendo tiempo y este pendejo caminando como una tortuga.

Al otro lado de la ventanilla estaba ella, su rostro inolvidable, su sonrisa implacable a pesar de encontrarse en el mismísimo infierno. Solo alguien como ella merecía ser dueña de esa voz mágica.

Cuando concluí mi trámite me regaló una sonrisa y yo me despedí sabiendo que volvería a perderle el rastro. Salí de la oficina y me sentí abandonando el paraíso. Saqué del bolsillo la libreta que siempre me acompaña y escribí en esa página que hacía tanto no abría…

Julio 18 de 2003. Hoy la volví a ver y descubrí que tiene la voz más hermosa que jamás he escuchado.

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