SOLLADOS

aPor Alejo Quintero

Axl tiene 35 años y lleva 20 luciendo como rockero de finales de los 80. Vive impulsado por un romanticismo tan difícil de entender que para muchos no es mas que un ser patético y repugnante. Su nombre real es Sergio Hernán pero “eso es nombre de futbolista, no de rockero”, dice.

Es dueño de una colección envidiable de música con la que cada noche alcanza el éxtasis al lado de su compañero inseparable de los últimos años; un amplificador de alta fidelidad. En ocasiones se perciben aromas herbales provenientes de la habitación, pero la mayoría de las veces la única fragancia presente es la de interpretaciones magistrales de las mejores bandas de los últimos 40 años. Su cuarto se inunda de melodías sublimes de estruendosas guitarras eléctricas y sus distorsiones mágicas, del estrépito incontenible de baterías con infinitos tambores y platillos, de bajos eléctricos que retumban incesante y armónicamente como si fueran mil corazones en un solo instrumento y, por sobre todo, de excelsos aullidos perfectamente entonados que se meten por alguna parte de la piel hasta los pulmones y hacen que Axl, o cualquiera que esté a su alrededor, se sienta el mejor vocalista de rock de todos los tiempos y funda su garganta con la de los mejores de la historia, incluso con la del otro Axl, el que sí fue famoso y se acostó con muchas groupies.
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Amparo es hija de una pareja de campesinos boyacenses que por esos azares de la vida encontró uno de sus grandes amores a los 13 años: la salsa. Una de las cosas que más detesta es que le pregunten si es caleña y si su nombre se lo debe a la famosa ‘Amparo Arrebato’. A Cali ha ido dos veces y aunque bailó en cuanta discoteca encontró en la ciudad y sus alrededores, su sueño es conocer New York, “el lugar donde nació la salsa”

Su cuarto, su oficina, su carro y hasta la casa de su perro ‘Willie’ (por su tocayo de apellido Colón, obviamente) son altares a las mejores orquestas y a los intérpretes más reconocidos de la salsa. Ver bailar a Amparo es un espectáculo difícil de describir, al mismo tiempo despierta unos deseos incontenibles de bailar a su lado pero también un miedo evidente de hacer el ridículo por no alcanzar su nivel. Cuando Amparo baila, su universo se resume en las pocas baldosas que pisa y su parejo no es más que un utensilio. Su corazón late sincrónico con la percusión de bongoes, claves, campanas, timbales y congas; su cuerpo en ocasiones parece suspendido en el aire sostenido por la fuerza de trombones y trompetas y sus extremidades se mueven con la misma sutileza y agilidad que los dedos de Ricardo Ray sobre el piano. Una ‘descarga’ hace que el baile de Amparo tome tintes sublimes, que su alrededor se inunde de una energía deslumbrante y que su cuerpo alcance niveles de delirio casi orgásmicos, aunque ella siempre aclara: “es mejor que un orgasmo porque nunca tengo que fingir nada”
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