EL IMPERIO

Por Alejo Quintero


Transcurría el año de 1962 en la muy ilustre Ciudad de Kennedy, que por aquel entonces era tan solo una pequeña barriada de casas distantes, edificios en gestación, calles sin pavimentar, y era conocida como Ciudad Techo.

John Jairo[1], mozalbete de escasos 14 años, había llegado en compañía de sus padres, algunos meses atrás, a la pequeña comarca, provenientes de la muy ilustre pero ya congestionada ciudad de Bogotá. Agustín y Mariela, los padres de John Jairo, vivían regidos por el loable principio de la buena vecindad, razón por la cual se esmeraban en ofrecer gratos agasajos de bienvenida a cada una de las familias que llegaban a cohabitar la distinguida metrópoli en desarrollo.

Y fue así como en uno de esos convites de acogida tuvieron el placer de conocer a Efraín y Graciela, una joven y enamorada pareja colmada de orgullo porque en menos de 3 semanas la gracia divina los había convertido en padres y la gracia humana en felices poseedores de una deuda hipotecaria, lo más cercano a una casa propia. Henchidos de vanidad y casi rayando en el engreimiento mostraban a su hermosa primogénita, Wendy, una dulce y tierna criaturita de escasos días de nacida, a quien Agustín y Mariela se refirieron, para vanagloria del joven matrimonio, como la beba más hermosa de la naciente urbe.

John Jairo que hasta entonces se enorgullecía inocentemente de su desprecio y temor por las mujeres (comportamientos a todas luces homosexuales) experimentó sensaciones extrañas cuando vio a la encantadora neonata. Un cosquilleo inexplicable afloró en su vientre, el ritmo de su corazón alcanzó acelerados niveles de impaciencia, una incómoda humedad empezó a brotar por los poros de las palmas de sus manos y a su alma la invadió una imperiosa necesidad de mantenerse cerca de la presencia de la criaturita. El muchacho emprendió una huida repentina como si hubiera visto al más temible de los espantos.

A partir de entonces John Jairo sintió que abandonaba su condición de impúber y se empezaba a convertir en hombre. Las emociones que la presencia de la pequeña cría de sus vecinos generaron en su cuerpo, resultaron insignificantes frente a lo que Erika, una dulce adolescente 6 meses mayor que él, le hizo sentir una solitaria tarde de noviembre del año de 1963. Minutos antes de que la villa en expansión cambiara de nombre.

Erika fue la primera de una legión de amantes furtivas responsables de satisfacer las ansias irrefrenables del cuerpo en desarrollo del otrora efebo. Un sinnúmero de lechos nupciales de inocentes padres de la comarca fueron convertidos, un sinnúmero de veces, en campos de placer por las ya no tan inocentes hijas y el macho procaz.

Para la segunda mitad de la agitada década de los 60, la gran mayoría de familias reconocía a Agustín y Mariela como los líderes indiscutibles de la comunidad y, así mismo, sus ahora poco candorosas hijas, reconocían a John Jairo como el macho indiscutible de la manada urbana. Mientras los padres preservaban el loable principio de la buena vecindad, John Jairo había adquirido la no menos loable tradición de ofrecer afables bienvenidas carnales a cuanta muchachita nueva arribara a sus dominios.

Para el año de 1977 John Jairo tenía 29 años y disfrutaba de una soltería sin límites que inquietaba un poco a sus padres pero satisfacía, y de que manera, a la caterva de apasionadas muchachitas en edad de merecer y alguna que otra casquivana ya merecida. Y fue precisamente una mañana de domingo, del mismo año, que mientras John Jairo regresaba de una juerga de varios días y de placeres interminables, se topó de frente con la criatura más hermosa que jamás había visto en la comarca. No se explicaba como podía no haberse enterado de la presencia de la mismísima Venus en sus feudos. Justo cuando se acercaba a saludarla y empezar el ineluctable rito de cortejo, los padres de la doncella intervinieron inoportunamente: ‘Jhoncito tanto tiempo sin verlo’. Efraín y Graciela se explayaron en saludos y elogios para los admirados padres de John Jairo, mientras él fue dominado por una fuerza superior que le impedía apartar la mirada de Wendy.

A su vientre volvió el cosquilleo que ya ninguna mujer le hacía sentir, la aceleración del ritmo cardiaco que solo se hacía presente al final de las faenas más memorables y la fastidiosa sudoración de las manos que años atrás había sido erradicada magistralmente por el primer homeópata de la villa. A medida que la virginal chiquilla se alejaba con sus padres, un desasosiego invadía el corazón de Jhon, un vacío incontrolable en los entresijos que solo se aplacaba ante la presencia de Wendy.

A partir de esa mañana el imperio absoluto del fornicador incansable empezó a debilitarse; el macho insaciable abandonó cualquier interés en su bien logrado reino y enfiló sus baterías al cortejo refinado y sutil de la doncella que siendo una recién nacida había despertado su hombría. El sentimiento nacido 15 años atrás había crecido inconmensurable y silenciosamente en las entrañas de John Jairo, él jamás había vuelto a pensar en esa muchachita hasta esa mañana de domingo en que la vio convertida en mujer, la más hermosa mujer de toda la región.

Mientras el varón ocupaba todo su tiempo en el nuevo empréstito, varoncillos de poca monta aprovecharon para invadir y conquistar sus antiguos feudos. Las fantásticas aventuras eróticas del intrépido amante se fueron diluyendo en el olvido popular y las pocas que son recordadas cargan el remoquete de ‘leyendas’.

Del ilustre galán jamás se volvió a saber nada, al parecer los innumerables fracasos de su última empresa le significaron un desgaste fatal. La hermosa doncella, causante inocente del nacimiento y decadencia del imperio sicalíptico de aquel don juan, prosiguió su vida candorosa y pueril hasta un sábado de abril en que fue vista por última vez. Lucía radiante y bella, rumbo al altar para ser desposada por un rufiancillo de bajo calibre, un jayán tan atractivo como bribón.


[1] El nombre no fue ni cambiado ni protegido simplemente se me ocurrió.

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