24 HORAS

Por Alejo Quintero

La fila para ingresar al evento habría sido aburrida si no hubieran aparecido sus hermosos ojos verdes.

Ella y yo nos conocimos haciendo fila para entrar a una conferencia, una tarde de sábado en Bogotá. Ella no es de Bogotá pero había venido específicamente para ese evento, yo por esos días también me sentía extranjero en Bogotá y tal vez eso ayudó a que nos entendiéramos. Recuerdo que en el teatro nos sentamos en sillas distantes y aunque nuestras miradas se buscaron permanentemente nunca fuimos capaces de mirarnos por más de 2 segundos. Al final de la conferencia me acerqué a ella y, lleno de ese valor que a veces me encuentro en los bolsillos de los pantalones mal lavados, le hablé.

Parecía entretenerse con cualquier tema de nuestra conversación y cuando se me escapaba alguna estupidez, ella decoraba su rostro con una sonrisa que lo hacía ver más radiante. Fuimos a un café donde podríamos seguir charlando y escuchando música. Cada vez que intentaba decirle que era la mujer más linda que había visto, sus mejillas empezaban a sonrojarse y ella magistralmente desviaba la conversación, eso me pareció encantador. Cuando me contó que había nacido en el mismo abril en el que yo había aprendido a leer, la tomé de las manos, clavé mi mirada en el verde infinito de sus ojos y le canté: “Dios santo que bello abril”. Ya no pudo controlar los colores que se adueñaban de sus mejillas y no importó porque se vio más encantadora. Nos besamos.

Caminamos tomados de la mano por calles que yo ya no recordaba pero que felizmente redescubría para enseñárselas a ella. Cada vez que nos besamos el universo detuvo.

Por instantes regresamos a la adolescencia, tocábamos el timbre de cualquier casa para luego salir corriendo; nos robamos unas empanadas y apostamos al que eructara más fuerte después de tomarse una botella de cerveza sin parar; festejó cuando desahogué mi sistema “Urinario” en la sede política de un partido que también empieza por U. Todo en una sola noche. Nuestra noche.

La acompañé al hotel en que se hospedaba e instintivamente la seguí hasta su habitación, ella no me detuvo. Vivimos una noche eterna de placer y dormimos desnudos como si fuéramos un solo cuerpo.

A la mañana siguiente la invité a desayunar en un clásico lugar del centro de la ciudad, visitamos un museo que ella quería conocer e inventábamos falsas historias en cada salón, confundiendo a los estudiantes que tomaban nota de cada detalle exhibido. Regresamos al hotel para hacer el amor cuantas veces pudiéramos antes de la hora límite de entrega de la habitación. Yo le pedí que se quedara esa semana conmigo pero ella tenía que partir a su ciudad porque las obligaciones académicas no le daban espera.

Tomamos muchos buses sin rumbo para prolongar la despedida, en cualquier esquina me encontraba anécdotas de la ciudad para compartirle y si no recordaba ninguna la inventaba, ella parecía darse cuenta de mi engaño pero le gustaba que inventara esas cosas para ella. A cada persona que se subía en el bus le encontrábamos parecido con algún famoso. Cuando pasamos frente al estadio se sintió el retumbar de los fanáticos y entonces también celebramos el gol de millonarios.

Finalmente llegamos al punto en el que ella abordaría el bus a su ciudad. La despedida aunque pareció eterna no dejó de ser triste y sus compañeros se mofaban de nuestro estúpido romanticismo. Yo noté que algunas lágrimas se escapaban de sus ojos cuando se despedía de mí desde la ventana del bus. También lloré.

Desde el comienzo supimos que iba a ser un amor efímero, pero jamás pensamos que llegara a ser tan sublime. 24 horas magníficas, 24 horas eternas y a la vez fugaces, tan fugaces que olvidamos preguntarnos nuestros nombres.

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