EL TÍO JULIO

Por Alejo Quintero


Siempre en la casa de la abuela, en vacaciones o un sábado o un domingo cualquiera, o una noche de jueves o de martes, pero siempre en la casa de la abuela. Al comienzo tímidos y prevenidos; después los juegos, las discusiones, la risa, los juegos, la bronca, el llanto, los juegos. Tantas variaciones y emociones que solo a nuestros padres se les ocurriría llamar: rutina.

El campo de juego, el campo de batalla, un imponente salón de eventos, un hospital, una basta jungla, un parque de diversiones, una ciudad. La casa de la abuela podía ser todo eso, éramos capaces de transformar cualquier rincón, cualquier mueble, cualquier habitación, cualquier adorno. Todo excepto un espacio que con el paso del tiempo se volvió sublime.

En cualquier instante aparecía por la puerta principal el tío Julio con su cabeza grande, su barba descuidada, su caminar desgarbado, su voz grave y profunda y ese acento tan particular entre francés y argentino. Saludaba a nuestros padres y para cada uno había un comentario o un cumplido que se agradecía con una sonrisa sutil o con las mejillas sonrojadas, ninguno se sentía dueño de una maestría similar a la del tío Julio para responder con palabras. Al abuelo lo saludaba con un fuerte apretón de manos que el viejo complementaba con un golpecito en la espalda y el que-gusto-de-verte-hijo; a la abuela, con un beso en la frente y un abrazo muy suave como si la abuela fuera de cristal y el tío Julio no quisiera romperla. La abuela hacía que se sentara a su lado por un rato y mantenía una conversación privada con él, que siempre los devolvía al mundo con una sonrisa pintada en el rostro.

Después tomaba una silla del comedor y la arrastraba hasta la misma esquina, el lugar sublime, justo al lado del mueble donde el abuelo guardaba las botellas de whisky y debajo de la foto de los papás de la abuela. Sacaba un cuaderno y hacía como que tomaba apuntes hasta que el primero de nosotros llegaba y se sentaba en el piso al lado suyo. El tío Julio empezaba a contar una historia y entonces hacía que solo el primero en llegar pudiera saludarlo; los demás poco a poco iban concluyendo sus juegos y sus pleitos y uno a uno íbamos llegando y sumergiéndonos en los cuentos de él. No importaba si te perdías el comienzo por estar jugando o si tus padres te llevaban a casa antes de escuchar el final, porque el tío Julio nos había enseñado a inventar nuestros propios comienzos y nuestros propios finales. Supe que mis padres siempre prefirieron dejarme escuchar las historias completas para evitar, en el regreso a casa, mis divagaciones incesantes sobre todos los posibles finales que tendría el cuento. Si escuchaba la historia completa, tan pronto emprendíamos el regreso a casa me sumergía en un sueño profundo que me ayudaba a visitar los mismos lugares que acababa de visitar de la mano, y la amable voz, del tío Julio y es que si bien nuestros juegos nos daban esa habilidad infantil de transformar la casa en cualquier lugar, nada tenía tanta magia como los relatos del tío Julio que nos llevaban a lugares aún más fantásticos, a ciudades pasadas, futuras, inventadas.

Los abuelos, que no eran los verdaderos padres del tío Julio pero que sí lo conocían desde niño, decían que él había sido bautizado así por Julio Verne y el tío aprobaba con una sonrisa que a pesar de los años siempre parecía sonrisa de niño por el brillo que se escapaba de sus ojos al saberse tocayo de alguien a quien admiraba tanto.

A medida que fuimos creciendo, la familia dejó de reunirse tanto y nosotros dejamos de ver al tío Julio y las pocas veces que nos encontrábamos con él, ya no nos contaba historias sino que nos enfrascábamos en tertulias sin medida del tiempo acerca de los libros que cada uno estuviera leyendo. Y es que aparte de ayudarnos a desarrollar una imaginación inagotable, el tío Julio nos convirtió también en lectores voraces.

Un día cualquiera de febrero, cuando estábamos todos reunidos llegó y prácticamente sin saludar a nadie, cruzó hasta la habitación de la abuela y allí permaneció más de una hora. Al salir notamos que lloraba pero tampoco quiso hablar con nadie, llevaba un álbum de fotografías debajo del brazo, se dirigió hasta el rincón sublime, arrastró una silla y se sentó justo debajo de la fotografía en un profundo silencio. Ninguno fue capaz de acercarse. Esa noche la abuela encontró el fin de la agonía en la que una enfermedad terrible la sumió por más de un año.

Después de ese día empezó a frecuentar menos la casa, según él porque su profesión ahora le exigía viajar mucho (lo cual era cierto) pero según mis padres, porque la abuela había sido como otra madre para él, luego de la pérdida de sus padres a los 8 años, y era muy duro para alguien tan sensible como el tío Julio sentirse 2 veces huérfano.

Volvimos a saber del tío Julio cada vez que publicaba algún libro, porque devotamente le enviaba el primer ejemplar de la primera edición al abuelo. El abuelo murió, pero el tío Julio estaba muy lejos y muy distanciado de la familia, así que fue imposible avisarle. Mis papás y mis tíos decidieron vender la casa a un extranjero que pronto la convirtió en un acogedor café muy acorde con la vida bohemia que empezaba a caracterizar el sector.

Muchos años después decidí regresar al barrio de mis abuelos con la firme intención de visitar el café y saber qué sería de la casa. Dos cosas me sorprendieron gratamente: Una, que el dueño, a pesar del tiempo, parecía no envejecer y poseía una memoria prodigiosa pues me reconoció al instante. La otra que, sin que nadie de la familia le hubiera siquiera insinuado, había mantenido nuestro rincón sublime casi intacto, al lado un mueble, que ahora no guardaba whisky sino libros (los primeros ejemplares de las primeras ediciones de los libros del tío Julio que siguieron llegando con la misma devoción después de la muerte del abuelo) y debajo de una foto, pero ya no de los papás de la abuela sino ahora un portentoso afiche con la imagen del tío Julio. Hasta allí arrastre un asiento, saqué un cuaderno de mi bolsillo y empecé a tomar apuntes para una historia que siempre quise contar.

Comentarios

Anónimo dijo…
Tremendo tío

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