LA BIBLIOTECA

Por Alejo Quintero.

Cuando mi abuelo construyó la casa, destinó una de las habitaciones exclusivamente para guardar libros, idea que le resultó absurda a mi abuela debido al escaso número de libros que tenían. Pero con el tiempo, el número de libros aumentó y la habitación cobró sentido. Para ese entonces, y cuando los reproches de mi abuela habían desaparecido por completo, el viejo decidió colgar un aviso de "Biblioteca" que había pintado en una tabla vieja el mismo día que terminó de construir la habitación.

Lo que mi abuelo nunca quiso tener fue un mueble donde acomodar los libros, consideraba un acto de injusticia obligar a un libro a ubicarse en un lugar determinado. Una visión bastante romántica que convertía la búsqueda de libros en una tarea casi imposible, a lo que el viejo respondía contundentemente: "No se desgaste buscando el libro, es él quien elige al lector, no al revés".
***

Cinco días después de la muerte de mi abuelo, mi abuela decidió romper el silencio en el que se había sumergido y expresó su firme intención de arreglar el galimatías de la habitación de los libros (nunca quiso llamarla biblioteca). A las 9 de la mañana se encerró en ella y no salió de allí sino hasta bien entrada la noche, cuando nos llamó para que apreciáramos su buen oficio. "Y mañana compró un mueble para terminar de organizarlos" afirmó mientras se retiraba con un libro debajo del brazo. Intenté preguntarle porque había decidido llevarse particularmente ese libro pero no parecía querer hablar con nadie porque inmediatamente se encerró en su habitación. Seguramente se trataba de algún libro poco leído que la había elegido, como decía mi abuelo, al descubrir su condición de lectora poco frecuente.

A la mañana siguiente desperté a causa del violento alegato de mi abuela. La biblioteca estaba tan desordenada como la había encontrado la mañana anterior. Ninguno de nosotros había entrado al lugar desde que la abuela salió, pero ella aseguró que se trataba de una pilatuna nuestra. En medio de su enojo se encerró nuevamente en la biblioteca durante todo el día. Antes de salir nos invitó a todos a pasar y nos mostró lo bien que había ordenado los libros. Al salir cerró y echó llave a la puerta para que nadie pudiera entrar durante la noche. Sin embargo, la escena se repitió mañana tras mañana, y mi abuela, estoicamente, repetía cada día su labor, y aunque a la mañana siguiente la encontraba nuevamente desordenada, había optado por no discutir con nadie.

Era evidente que los libros, como decía mi abuelo, buscaban el lugar de la habitación en el que se sentían más cómodos, algo que mi abuela se negaba a aceptar y algo en lo que preferimos no contrariarla pues era lo único que, hasta entonces, le había hecho distraer la tristeza por la pérdida del viejo.

Una de esas noches, al terminar la que se había convertido en su tarea diaria, y antes de cerrar con llave la habitación, arrancó el aviso de "biblioteca" que había pegado mi abuelo muchos años atrás y nos invitó a seguir. Había armado una cama justo en el centro de la habitación y había arrumado los libros en las vigas superiores, donde lucían como una decoración novedosa y donde no podían ser alcanzados por ninguno a menos que utilizara la escalera que ya mi abuela había guardado bajo llave en su habitación.

A la mañana siguiente el grito fue monumental. Los libros nuevamente se habían desperdigado por la habitación ante la presencia incólume de la cama. Solo yo me atreví a hablarle a mi abuela, empleando los argumentos de mi abuelo: "¿No será que los libros quieren estar en ese lugar y no en el que tu les asignas?" Quiso mirarme con ira, pero ese era un sentimiento que no podía expresar con la mirada cuando se trataba de sus nietos; aún así, su orden fue concluyente: "Pues hoy me ayudas a organizarlos como los dejé ayer y esta noche duermes en esa cama."

La habitación era oscura y silenciosa pero cuando trataba de dormirme alcancé a escuchar unos murmullos que me asustaron. Extrañamente me tranquilicé con facilidad al descubrir que se trataba de los sutiles movimientos de las hojas de los libros. Supuse que era la forma que tenían ellos de comunicarse y entonces pude dormir plácidamente. Al despertar descubrí que los libros permanecían en el lugar que los habíamos ubicado con la abuela; todos excepto uno que estaba al lado de mi almohada y que, imagino, me había elegido como su lector, pues con solo ver el título me sentí maravillado y lo tomé con la firme convicción de leerlo. Pero antes, tenía que mostrarle lo ocurrido a mi abuela, así que corrí hasta donde estaba ella y la traje rápidamente. Cuando abrimos la habitación los libros estaban nuevamente tirados por todas partes en la habitación.

Mi abuela se sentó en el piso y se puso a llorar. "¿No encontraste una mejor manera de hacer que te recuerde?" preguntaba una y otra vez como pretendiendo increpar a mi abuelo muerto. Cuando se tranquilizó descubrió que a su lado se hallaba el ejemplar de Romeo y Julieta que mi abuelo le regaló la noche en la que le propuso que fueran novios y se amaran a pesar de cualquier adversidad.

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