REGRESO

Por. Alejo Quintero

No era fácil regresar a Guayaquil después de tanto tiempo, 19 años es una cifra muy grande para alguien de 33 y “regresar” es un verbo muy confuso para alguien que visita por primera vez una ciudad.


Conocí a Laura la tarde de un jueves de agosto en Bogotá. Yo estaba jugando fútbol con mis amigos, en la desagradecida posición de portero, cuando una dulce niña de cabello negro rizado y carita dulce cruzó tomada del brazo de su madre. No pude despegar mi mirada del negro contundente de sus ojos y mis amigos dicen que en ese momento me anotaron un gol, yo no lo recuerdo. Cuando el rubor de sus mejillas alcanzó un tono que hizo evidente su timidez, apartó su mirada de la mía con un movimiento sublime de su cabeza que me obligó a detallar la hermosura radiante de su cuerpo tan finamente delineado. Sin lugar a dudas, el mayor espectáculo de ternura y sensualidad que jamás había visto en mi vida.

La voz de mi amigo Edgar me sacó abruptamente del aturdimiento con uno de esos datos que nunca sabíamos como averiguaba pero que esta vez agradecí infinitamente: “Es ecuatoriana y se llama Laura”. Estaba en Bogotá porque su padre había sido trasladado temporalmente por cuestiones de trabajo.

Dos semanas después de conocernos nos hicimos novios y a partir de entonces vivimos tres de los meses más felices de nuestras vidas en un romance plagado de todas las formas de amor que pudimos descubrir a nuestra corta edad. En diciembre, la situación de su padre cambió nuevamente y le notificaron que debía regresar con toda su familia a Guayaquil. Fueron momentos de tristeza en los que nos fue invadiendo la nostalgia a pesar de estar juntos todavía; minutos, horas y días en los que lloré por su ausencia futura y en los que escribí más de 30 desgarradoras cartas de despedida que no fui capaz de entregar. El día que nos despedimos ella me regaló un libro de mi autor favorito, con un separador de páginas hecho con sus propias manos y adornado dulcemente por una foto suya. A mi tan solo se me ocurrió besarla y regalarle mi carné de estudiante con la promesa de que haría hasta lo imposible por ir a visitarla.

Casi todas las noches escribía una carta para ella, le contaba lo que me acontecía cada día, lo mucho que la extrañaba y siempre escribía alguna broma para que no todo fuera nostalgia cuando estuviera leyendo. En sus cartas ella me contó todos los pormenores de su viaje que, por razones que nunca supe, tuvo que ser por tierra; y después me empezó a hablar de su ciudad. Fueron tantas cartas y tanto lo que me contó que después de un tiempo incluí a Guayaquil en la lista de “mis ciudades conocidas” sin dejar de ser la primera en la lista de “mis ciudades por conocer”.

Fue así como supe que la ciudad existía gracias al río Guayas, por donde paradójicamente, también llegaron piratas a destruirla y saquearla una y otra vez; supe que su conexión directa era un malecón maloliente y desordenado en el que lo único rescatable era el muelle No. 5, que al lado del malecón estaba uno de los barrios más antiguos de la ciudad, construido a la fuerza contra un cerro tutelar y en el que reinaban la inseguridad y la miseria. Supe que sufrió varias inundaciones y que por eso las familias adineradas se marcharon del centro histórico de la ciudad, dejándolo convertido en una zona peligrosa, y se fueron a vivir en las lomas de Urdesa y sus alrededores, supe que también en esa zona algunas casas se daban el lujo de tener pequeños muelles privados y lanchas en las que se podía navegar por esos laberintos de agua que, solo allí, se conocen como esteros. Supe de los comienzos de año lluviosos y sus míticas invasiones anuales de grillos. Supe de los carnavales y de las fiestas julianas, supe que las calles no se identifican con números sino con nombres y que los dos grandes equipos de fútbol de la ciudad, tenían cada uno su propio estadio.

En algún momento posterior de nuestras vidas, cuando el sentimiento se fue debilitando por culpa de la distancia y fue desplazado por la presencia de nuevos amores, dejamos de escribirnos.


Hace 15 días cuando mi jefe me informó que por razones laborales debía desplazarme a Guayaquil durante 2 meses, comprobé que a pesar del tiempo no había olvidado a Laura. Bastó con escuchar el nombre de su ciudad para que mi mente desempolvara todos los recuerdos que tenía de ella. Por fin, y después de tanto tiempo, conocería la ciudad en la que ella había vivido toda su vida y de la que solo se había separado 4 meses para permitir que nuestros destinos se cruzaran. La sola noticia del viaje me convirtió de nuevo en adolescente; empecé a contar los días con ansiedad y desespero, oculté cualquier asomo de ilusión delante de mi novia para que no sintiera celos y fingí que ya no recordaba a Laura cuando mis padres intentaron hacerme caer en la cuenta de que la ciudad a la que viajaría, era la de ella.

Los noventa y ocho minutos que duró el vuelo, me parecieron años. Al bajar del avión, no tuve la sensación de estar en un lugar extraño; el clima, el aire, el cielo nublado, eran tal cual ella los había descrito en sus cartas. Con un desespero que traté de disimular muy bien, empecé a buscar a Laura en los rostros de todas las mujeres con las que me cruzaba.

Procuré permanecer la menor cantidad de tiempo encerrado, tenía que recorrer al máximo la ciudad para aumentar la probabilidad de un segundo encuentro casual, mágico y definitivo con mi Laura. Bastaron un par de días para darme cuenta que ya no estaba en la misma ciudad que ella me había enseñado, ni siquiera el aeropuerto era el mismo. Jamás encontré el malecón maloliente ni el barrio inseguro incrustado en la montaña, no pude ubicar su casa, porque muchas calles habían cambiado de nombre y cuando por fin los indicios me llevaron al lugar preciso, tan solo hallé un moderno centro comercial. Rápidamente entendí que jamás encontraría a la Laura de mis recuerdos, porque ella, igual que la ciudad e igual que yo ya no éramos los mismos. En esas condiciones, “regresar” es un verbo mucho más confuso.

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