EL FORD MUSTANG DE MI TÍO


Por Manuel


Uno de los días más tristes de mi vida fue el 24 de febrero de 2004, el día en que murió mi tío Pedrín. La voz adolorida y sumergida en llanto de mi madre, al otro lado del teléfono, trajo a mí una realidad difícil de entender pero con la que tendría que aprender a vivir a partir de ese momento, me desmoroné. Mi primer apoyo, las palabras consoladoras de un buen amigo, unos tragos de aguardiente y los suaves besos y tiernas caricias de una mujer; exiguo bálsamo para una tristeza que nunca se apagará del todo en mi corazón.

En los meses anteriores a su muerte, mi tío se había convertido en fanático de Internet, ese maravilloso invento que me ayuda a desperdiciar tanto tiempo y que permite que usted esté leyendo esto en este momento. Gracias a ese apego a la red pude chatear algunas veces con él y en un intercambio de mensajes de correo electrónico descubrí algunas frivolidades en las que él y yo pensábamos igual. Las medias: del color del pantalón o del color de los zapatos (enseñanza de mi abuelo ‘el papayú’); nuestro equipo del alma: Millonarios; nuestra música favorita: el rock; el carro de nuestros sueños: el Ford mustang 1964, convertible rojo.

Los días siguientes a su muerte fueron aciagos para toda mi familia. Invadidos por la incredulidad, sorpresa e impotencia propias de la pérdida súbita de un ser querido, pero sobre todo agobiados por la profunda tristeza y el dolor incomprensible de perder al hermano menor, al esposo ejemplar, al papá joven y al tío bacán.

Mi tío pidió que cuando muriera quería que en su velorio escucháramos “Stairways to Heaven” de Led Zeppelín, y así ocurrió; pidió a sus hijas que no lo llorarán, y así trataron de hacerlo muy en contra de su dolor; pidió ser cremado, y así se hizo. Despedimos sus restos mortales en un crematorio a las afueras de Ibagué.

El silencio reinaba en el bus en el que algunos regresábamos a Ibagué, mientras yo trataba de distraerme pensando en la manera que elegiría mi tío para “recoger sus pasos[1]”. El timbre del celular, rompió el silencio y mis cavilaciones: la familia había decidido reunirse en un asadero al borde de la carretera a almorzar porque nadie tenía ánimos para cocinar, tampoco para comer pero ya era justo darle algo al cuerpo. Descendí del bus y mientras esperaba que me recogieran para llevarme al asadero, el rock and roll invadió el espacio con la última locura de mi tío…
Need a woman gonna hold my hand,
and tell me no lies, make me a happy man
Led Zeppelin y su “perro negro” se escapaban de los parlantes de un carro que cruzo raudo la carretera: un Ford Mustang 1964 rojo convertible.

[1] Una vieja creencia popular, en la que creo porque la aprendí de mi abuela, ‘la mamacita’, sostiene que el espíritu de los muertos antes de partir al más allá visita todos los lugares del más acá que el cuerpo haya recorrido en vida “recogiendo sus pasos”.

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